El refrán popular que señala que del amor al odio hay sólo un paso no es algo que no tenga fundamentos sino que, por el contrario, cuenta con todo el respaldo de la ciencia. De acuerdo a diversos estudios, tanto el amor como el odio comparten las mismas estructuras cerebrales en su expresión: ambos se generan en el núcleo caudado (porción del cerebro que forma parte del sistema de recompensa) y en la ínsula (lugar donde se integran las emociones y las experiencias multisensoriales)
 
Ambos sentimientos, por curioso que parezca, se originan en las mismas áreas y, en el caso de las parejas donde alguna vez hubo amor, la distancia posterior tiene su inicio a nivel emocional en el mismo lugar del cerebro donde todo, por cierto, es irracional.
 
Ahora bien, lo irracional también tiene sus límites. Si bien el enamoramiento, en esencia, es aquella pasión netamente emocional que nos lleva a visualizar de maneras casi ideales a la otra persona sin encontrarle defecto alguno, el odio es completamente racional en su manifestación externa. Así, el amor (al menos en su fase inicial) se experimenta inhibiéndose el área de la corteza mientras que, en el odio, es justamente la corteza del cerebro la que procesa todo.
 
Así, cuando se termina una relación amorosa, el cerebro automáticamente realiza sus propios ajustes como una especie de mecanismo de defensa y comienza a visualizar una serie de defectos en la otra persona que antes nos parecían invisibles. De esta manera, se acaba esa disonancia cognitiva que se nos genera al pensar que “si estamos enamorados aún, ¿por qué debemos estar separados?”
 
Se trata de esa mágica sabiduría de nuestro propio cerebro, quizás producto del desarrollo evolutivo de la especie o de cualquier otro factor que, si bien resulta dolorosa al comienzo, poco a poco termina por hacernos sentir bien hasta que todo vuelve a focalizarse en otro punto.